sábado, 10 de marzo de 2007

Debo de ser yo

Debo de ser yo. Sí, debo de ser yo la rara.
Mientras los demás hablan de temas absurdos cuando acaban de ver una película que refleja la realidad del tráfico de armas y la situación que se vive en países pobres, yo soy la única que camina en silencio, reflexionando, viendo en mi cabeza una y otra vez esas imágenes, soñando con viajar con mi alma a hacerle compañía a esos niños. Pero los demás hablan y hablan, y ríen. A nadie le importa. La indiferencia y la insensibilidad inhumanas se han convertido en características de la personalidad humana. Así que, supongo, una vez más, que la rara debo de ser yo.
Hay momentos en los que realmente siento que mi mundo está girando en dirección prohibida y yo con él, y que los demás siguen el camino indicado. Otras, en cambio, me atrevo a cuestionarme si lo indicado es lo acertado. Hay normas, leyes, formas de gobierno que establecen el llamado camino correcto, lo indican. Una de esas leyes es la legalidad de la lapidación de mujeres por razones que no merecen ni mención. En teoría, como es una ley, es lo correcto. Vaya, al parecer no todo lo indicado, no todo lo aparentemente correcto, en realidad lo es. Entonces, ¿soy yo la rara o es el mundo el que se equivoca?
No, debo ser la rara. Una chica de diecisiete años recién cumplidos debería de estar haciendo y hablando de los mismos temas que todas las demás: los éxitos que suenan en la radio, la ropa, las quejas sobre su paga(que suelen doblar la mía), los caprichos que pueden pedirles a sus padres, los programas de televisión, quién ha estado compartiendo fluidos con quien, qué sujeto del sexo opuesto tiene mejor la parte trasera, con quien pueden dar clases de lengua esta semana, lo mal conjuntada que va esa chica que no tiene sentido de la moda, y críticas y más críticas a esas que luego sonreirán. En cambio, solo escuchar hablar de todos esos temas trascendentales que sin duda determinarán el futuro del mundo, me provoca náuseas y provocan que mi mirada se dirija instintivamente al atractivo de la ventana y mis instintos suicidas cobren fuerza dentro de mí diciéndome: ahora o nunca, hazlo. Y siento deseos de escabullirme de esos grupitos que se forman e ir a charlar tranquilamente con un profesor y disfrutar de una conversación inteligente e interesante.
Por no hablar de que los pensamientos que surcan mi cabeza son tan distantes a ese mundo de amores intensos y eternos de una noche y modas pasajeras. Y mis metas, mis ilusiones, mis preocupaciones... Un examen es incapaz de alterar mi estado de ánimo y mi ritmo de falta de estudio. Ni uno, ni dos, ni tres. No tienen relevancia en mi vida, es algo más que está ahí, simplemente. Tengo diecisiete años y huyo del ruido de las discotecas, perdiéndome en mis sueños, en mis divulgaciones fantásticas; me cojo de la mano de mi imaginación y me dejo llevar por mundos maravillosos y conozco personajes únicos, como mi pequeño Chris, cuyos apellidos son Miseria y Desgracia. Y pienso en que quiero estar con el chico de mi vida, que quiero compartir no solo una noche, si no todas las noches, todas las mañanas y todos los días de mi vida con él, que quiero hacer ya una vida con él; que quiero dejar las clases para niños del instituto y forzar mi mente con algo más serio y complicado; que quiero tiempo libre en mi propia casa para escribir y escribir, planificando un futuro soñado y probando suerte para que deje de ser un sueño.
Definitivamente, tengo que ser yo la rara. La televisión está llena de gente vacía que no ha hecho nada en su vida de provecho ni digno de admirar, contando cada detalle de su vida íntima inventada y/o real, con un gran público que escuchará atento cada una de sus palabras, con los bolsillos más llenos en un rato que los de un humilde trabajador a final de mes. Es mucho más rentable rellenar la programación de este tipo de basura en lugar de programas ágiles, inteligentes e interesantes o documentales o reportajes sobre los problemas del mundo.
Es raro encontrar a alguien que, cuando le preguntas sobre problemas a mayor escala que ellos consideran ajenos, te siga la conversación con frases que revelan que han estado pensando en ello. Lo más común es que, cuando alguien les eche el tema y les muestre la verdad, hagan examen de conciencia durante esos minutos y sean capaces de murmura un "qué pena". Con eso, limpian su conciencia y podrán dormir tranquilos, hasta el próximo examen. Yo hago examen de conciencia casi a diario y me planteo si seré extraña porque no he sido capaz de evitar que mis lágrimas se derramen en algunas ocasiones al pensar en las injusticias vividas por aquellos que menos las merecen. Y mientas, el resto pensando en comprarse unas nuevas zapatillas de marca, de esas que ahora llevan todos. Me aterroriza la insensibilidad, la ignorancia, el crecimiento de nuestra degradación, la creación de este infierno en la tierra.
Sí, debo ser yo la rara. Debo ser yo porque ellos lo quieren así. Y cuando digo ellos, me refiero a todos. A los que tienen el control, no les interesa gente como yo con ideas que puedan desestabilizarlo y ponerlo en duda, que vayan en su contra y a favor de la libertad y de la tolerancia. Les interesan las ovejas que siguen al rebaño, no a la que se sale, no a la oveja negra que va en busca de otras. Cuántas menos ovejas negras, mejor.
En fin, aquí dejo el link de Amnistía Internacional, de la campaña en contra de los Diamantes ensangrentados: http://www.es.amnesty.org/actua/acciones/diamantes-ensangrentados/firma/1/
Y aquí, en contra de las lapidaciones en Irán: http://web.es.amnesty.org/pena-muerte-iran/
Solo es una firma.. Aunque bueno, muchos pensarán como esa chica de mi clase: no merece la pena, eso no arregla nada, no va a cambiar nada.. Es un minuto de tiempo, y sigo manteniendo lo que le contesté: entonces, nunca nadie habría hecho nada por cambiar nada nunca. Suerte que no todos han pensado ni piensan así y han estado y estarán siempre ahí aquellos que luchan por lo que creen y que intentan cambiar la dirección del mundo.

jueves, 1 de marzo de 2007

Hijos de Edward D. Wood, Jr

Anoche se me vino a la cabeza el título de un poema de José Luis Martínez, mi ex-profesor de Literatura, el que encabeza mi entrada. Me puse a pensar en Ed Wood, el peor director de la historia, en la tristeza cómica de la película de Tim Burton y cómo estaba caracterizado por el genial Johnny Depp; pensé en la figura del peor director de la historia del cine y en el poema.
Ayer me sentía como la hija de Ed Wood. Lo cierto es que es un poco cruel adjudicarle a alguien la etiqueta de peor director de la historia, como si fuera un simple envase de plástico en el que debe figurar el contenido del mismo. Como ignorantes llenos de prejuicios que somos, solo nos fijaríamos en el envoltorio. Nadie, cuando aún está creciendo, cuando está empezando a forjar sus sueños y a soñar con un posible futuro y empieza a moldear el proyecto de su vida, cree ni por un segundo que será recordado y tendrá un hueco en la historia por ser algo parecido al peor director que ha pasado por este mundo. A nadie nos gustaría que, cuando se rompieran nuestros sueños, nos lo recordaran constantemente llamándonos por nuestros fracasos en los que habíamos depositado tantas ilusiones. En fin, ¿qué daño hacía él? Hay muchísimos personajes que por desgracia han marcado de alguna forma algún periodo histórico o la vida de otra gente de forma negativa y muchos, no serán recordados con ese tipo de etiquetas.
Ed Wood era un hombre con ilusiones, con ganas de trabajar, de triunfar, de éxito, soñador... Y, a pesar de sus fracasos, no perdía la esperanza y comenzaba algo nuevo. ¿No es esto digno de admirar? ¿Y no somos como Ed Wood en muchos momentos de nuestras vidas? Nadie puede conseguir el éxito total, en todo aquello que se proponga o comience a lo largo de su vida, puede ser muy afortunado en unos aspectos y desdichado en otros. Fracasan nuestras relaciones amorosas, nuestras amistades, naufragan algunos proyectos o ideas, incluso nos hundimos nosotros mismos en ocasiones. Cuando fracasamos en algo, tendemos a desanimarnos. En cambio, Ed Wood no se rendía; no era tan débil, era valiente, se paseaba con la cabeza bien alta y no temía a las posibles críticas, seguía aferrándose a sus sueños. Y tenía, prácticamente, al mundo en su contra. Pero nuestros fracasos no estaban expuestos como lo está un cuadro en un museo al mundo, como lo estaban sus obras al público. Y sin embargo, nos atrevemos a colgarle a alguien el cartel de fracasado cuando nosotros también lo somos. Tal vez, simplemente, fue un incomprendido. No puedo evitar sentirme cercana a él ni sentir simpatía por él. En mi vida, la lista de fracasos es demasiado larga. Quizás, yo tampoco tenga talento a la hora de escribir, quizás la literatura sea otro mar en el que me ahogue, pero me hundiré con orgullo, sujetando el timón de mi barco con firmeza, sin renunciar a mis sueños. Me pregunto si no seré la hija de Ed Wood.
Puede que sea hija de Edgar Allan Poe, como suelo tener el atrevimiento de presentarme, usando el nombre de un genio. Eso explicaría mi gusto por lo siniestro, por los asuntos fantásticos, por meterme en la piel de un personaje que sufre; el interés por la crueldad y la obsesión que deriva en la locura humana; el pensamiento pesimista rodeado de un aura de tristeza. Y mi fascinación por el mundo de los sueños y la importancia que le doy a ellos y a una imaginación que parece que no descansa nunca.
O alomejor soy pariente de Tim Burton, y me columpie entre dos mundos, que viva en los coloristas y bellísimos paisajes de Big Fish de la mano de Edward Bloom y sus magníficas historias o en el gris y silencioso Sleepy Hollow, o que sea un bicho raro más de la ciudad de Halloween. Y que me sienta a veces como Eduardo Manostijeras y sueñe con pasearme por su castillo, al igual que sintió Burton, no puede ser una coincidencia. Ah, y su poderosa imaginación, su pasión por lo fantástico, por seres incomprendidos que la sociedad rechaza, su perfecto equilibrio entre lo macabro y lo tierno, su línea inocente, su alma de niño... Demasiadas coincidencias. Cuando en su película Bitelchús llamó a Lidya la hija de Edgar Allan Poe tal vez pensara en su hija perdida... Y volvemos a Poe. Porque Burton es otro admirador reconocido de Edgar Allan Poe, tan solo hay que ver su brillante corto de Vincent.
Y como decía, vuelvo a Poe. Y con Poe, podría saltar hacia Byron. Y meterme de cabeza en el romanticismo. Cada día es más evidente, también para ojos ajenos, mi espíritu romántico. Nunca he afirmado pertenecer a ningún grupo, a ningún movimiento; prefiero no etiquetarme y coger ideas e inspirarme de un lado y de otro. Pero supongo, que una parte de mí, pertenece a ese movimiento de siglos pasados. No hay duda, siempre seré una hija del romanticismo y ojalá pueda hacer honor a figuras como Byron o Poe.
Pero, ayer, hoy y tal vez por mucho tiempo, también me sienta la hija de Ed Wood.

Nada cuesta decir:
esa persona es, sin duda,
un infeliz, un pobre diablo,
el peor director de la historia del cine,
el peor de los padres,
el sujeto más torpe de este mundo,
el peor deportista de la tierra...
Y más si ya se encuentra
acariciando angora desde siempre,
si hace mucho que ha muerto.

No hay nada que resulte más sencillo
-ni que diga tan poco de nosotros-,
nada que cueste menos afirmar
delante de quien sea,
en presencia del cuadro horripilante
del que tan orgullosos nos sentimos,
delante de las copas y medallas
escolares, que no soportan ya
nuestras frases estúpidas, nuestra mediocridad,
nuestras fantasmagóricas quimeras.

Pero tampoco tú eres nadie.
Tus obras y tu vida son
como su vida, como sus películas:
una mezcla increíblemente absurda
de elementos extraños, inconexos.

También tú acabarás o has acabado
realizando los sueños de otro,
haciendo tonterías que a nadie importan,
profiriendo incongruencias.

Te echaron del trabajo.
Tus discos no vendían.
La presa que construiste se hizo agua
en la boca de los ahogados.
Tu novela no fue editada nunca,
tus hijos se drogaban.
Te engañó tu pareja o recibiste
la llamada que todos recibimos,
la que invariablemente notifica
el fin de la esperanza:
la grave enfermedad,
la irremediable muerte.

La llamada que te hace comprender
que no es posible el éxito,
que la muerte nos alcanza a todos
y quien vive fracasa.

José Luis Martínez