martes, 9 de enero de 2007

Corazones Rotos

El corazón de una madre se rompe cuando le arrebatan a su hijo y lo ve marchar hacia lo desconocido, para luchar en la guerra de los vencidos, donde los ganadores no existen en el campo de batalla rociado de sangre. Y sus lágrimas no entiende el por qué. Y su miedo no conoce las razones.
La vida de un niño se ha apagado. Su infancia, su inocencia su risa; todo se ha perdido. Y el corazón de otra madre se rompe, al sentir como se le ha escapado la vida de su niño entre sus brazos. Aprieta el cuerpo de sin vida de su hijo contra el pecho con el que lo alimentó con dedicación y amor para que fuera un hombre de provecho; pero su niño ya no respira , ni lo hará nunca más. Ya no podrá jugar con él, ya no podrá educarle, ya no podrá enseñarle a leer, ya no podrá llevarle de excursión al campo. Y sus lágrimas no entienden por qué tuvieron que llevárselo, era demasiado pequeño, el cielo debía esperar aún mucho tiempo por él, le quedaba demasiado lejos todavía. ¿Por qué tuvieron que desterrarlo allí, si no era culpable de nada, si aún estaba aprendiendo a hablar?
Quitarle su muñeco y darle un rifle. Es joven, fácil de manipular. Convéncele, usa la teoría del bien y del mal. Hazle ver que vosotros sois los buenos y ellos los malos. Métele en una guerra que jamás entenderá, y mándale callar y ordénale que aprenda a apuntar mejor cuando te pregunte por qué los hombres matan.
Y el niño que ha sido metido en un juego de mayores se encuentra con un soldado enemigo. Y sigue las reglas del juego. Dispara. Un silencio sepulcral sigue al sonido de los disparos y al de la caída del cuerpo inerte del joven soldado. Un silencio en el que se pueden escuchar las voces de todos los muertos.
Y el corazón de dos madres de ambos bandos se rompen al mismo tiempo. El corazón de la madre que vio a su hijo matar y convertirse en un asesino cuando debería estar en la escuela aprendiendo a multiplicar. Y el corazón de la madre que desde su hogar, presiente, en sus noches de insomnio en las que reza por su hijo, que algo va mal. Y su alma muere cuando recibe la fatal noticia. Y rompe la televisión, sumida en llantos desconsolados y desesperados, cuando ve al presidente de su país, con su traje impecable que no tiene ni una mancha de barro; sus manos limpias, sin sangre; su rostro relajado, sin signos de ojeras; sus palabras relajadas que revelan que su conciencia está tranquila: su sonrisa, que deja ver que no ha estado derramando lágrimas. Y dice que era lo que tenían que hacer, que no había otra solución posible. Y esa madre le grita que por qué no fue él a luchar en lugar de mandar a su hijo, después de haber roto la pantalla de la televisión con la misma violencia con la que su vida fue destrozada.
Y así, centenares de corazones más se rompen. De más madres, pero también de niños, de padres, de hijos, de sobrinos, de abuelos, de tíos, de nietos, de hermanos, de novios, de primos, de esposas, de maridos, de amigos. ¿Y qué queda? Un paisaje en ruinas. Vidas que se convierten en pesadillas. El silencio de la muerte. El terrible y amargo dolor por la pérdida. Y la pregunta de por qué para que alguien que ya lo tiene todo tenga los bolsillos más llenos hace falta que antes se cobren tantas vidas.